sábado, 14 de mayo de 2011

Carta del Gran Jefe Seattle a Franklin Pearce (1854)

Supongo que ya la habréis leído antes pero, si es el caso, no viene mal releerla y luego si os apetece...un par de comentarios.

Tal como están las cosas, ahora somos todos indios ante el Gran Jefe Blanco. Increíble el nivel poético y emocional de este manifiesto, la forma de ver el mundo de "gente salvaje" sin mas. Increíble la vigencia del escrito 150 años después.

Increíble la lección de generosidad, de humildad, la misma que nos da cada vez mas esa naturaleza que nos empeñamos en domesticar y maltratar. Lo que inventa el hombre blanco a menudo se vuelve contra el mismo porque no tenemos, simplemente, en cuenta nuestro medio ambiente  y nosotros somos parte de el.


“Carta del Gran Jefe Seattle a Franklin Pearce” (1854).
El Gran Jefe Blanco de Wáshington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las estrellas inmutables son mis palabras.

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados.

Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa.

La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un desierto.

Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal vez sea porque soy un salvaje y no comprendo.

No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Mas tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los oídos.

¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago?. Yo soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento, limpio por una lluvia diurna o perfumado por los pinos.


Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos.

Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir.

¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo.

Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos.

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.

Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.

Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios.

Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca.

La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos.

Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja.

Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar.

¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció.
¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció.

La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia.

Si queréis podéis escuchar el vídeo de la carta del gran Jefe Seattle

Comentario 1:
En 1854, Franklin Pierce, Presidente de lo que entonces era Estados Unidos, escribió una carta al Seattle, jefe de todas las tribus que habitaban al noroeste de Estados Unidos, “invitándole” a que le vendiera los territorios bajo su poder. A cambio, Pierce le ofreció crear unas reservas en las montañas donde pudieran seguir viviendo según sus “salvajes costumbres”.
Esta carta, escrita en 1855, al año, siguiente es la respuesta del jefe indio. De un ser civilizado, Seattle, a un bestia, Pierce.

Comentario 2
Seattle no tenía estudios de ningún tipo, los que le habían transmitido sus padres, los que había adquirido de la observación. Sin embargo, su carta es un poema de una intensidad difícilmente superable. La descripción que hace de la simbiosis entre el hombre indio y la naturaleza, es de una belleza, de un lirismo, de una profundidad que con toda seguridad el presidente de Estados Unidos desconocía, pese a sus estudios.
Las costumbres salvajes de los indios se basaban en el respeto y el amor a la naturaleza, en no matar ningún animal más que los necesarios para comer y abrigarse, la del hombre blanco de Whasington, muy civilizadas,eran cargarse todo lo que se moviera: En 1850 60 millones de bisontes corrían por las praderas de lo que hoy es Estados Unidos, hoy quedan 6000 en reservas, como los indios que quedan.

Comentario 3:
Ha sido una disgresión que no he podido evitar por mi pasión por el cine del Oeste. Pero volviendo al indio Seattle, cada vez que he leído el texto, he sentido una enorme emoción, un sentimiento profundo que me reconciliaba con el ser humano: He visto la huerta y las montañas de mi pueblo cuando eran la huerta y las montañas de mi pueblo, la sierra de Madrid cuando era la sierra de Madrid, con su rocas graníticas y sus pinos albares de fustes majestuosos; he vuelto a ver al Río Segura cristalino y torrencial correr por los campos de Murcia y llear al mar en Guardamar de Alicante; he visto la Fuente de los Frailes, de mi infancia, salir azul de un agujero que hoy ni existe; he vuelto a ver los plátanos, álamos temblones y olmos centenarios que jalonaban durante kilómetros las tres vías de entrada a mi pueblo; he visto correr a los tejones como los veía de chiquillo, a las zorras, los jabalíes, los gatos monteses, las águilas, los azores, los buitres que se abrazaban a la orilla del río Argos alrededor de un asno muerto… Pero llegó el hombre cateto, el despiadado y cazurro paleto y aquello que había sido respetado y mejorado durante siglos, se lo cargó en unos años. Y hoy, me cuesta trabajo volver a mi pueblo...

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